Cuento – La que Arde https://www.laquearde.org Revista digital Tue, 31 Oct 2017 03:21:47 +0000 en-US hourly 1 https://wordpress.org/?v=4.9 Roxy. Por Macaria España https://www.laquearde.org/2015/08/29/roxy-por-macaria-espana/ https://www.laquearde.org/2015/08/29/roxy-por-macaria-espana/#respond Sat, 29 Aug 2015 14:47:00 +0000 https://www.laquearde.org/?p=3804 Roxy 1 Ella tenía cinco años de trabajar en la esquina de Libertad y Democracia, se pintaba los labios como si hubiera comido burro. Una falda que había sido de su hermana, la que encontraron tirada en un camino vecinal, unos zapatitos de tacón, que cada día se rompían más, y una blusa azul mi …

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Roxy 1

Ella tenía cinco años de trabajar en la esquina de Libertad y Democracia, se pintaba los labios como si hubiera comido burro. Una falda que había sido de su hermana, la que encontraron tirada en un camino vecinal, unos zapatitos de tacón, que cada día se rompían más, y una blusa azul mi cielo, regalo de uno de sus amantes. Roxy era como cualquier mujer de la ciudad. Siempre rentaba un cuarto sin televisión, decía que no le gustaban las distracciones, los jacuzzis tampoco porque, según ella, no combinaba negocios con placer.

Se metió con un tipo, salieron a la media hora. Ella llevaba la cara destrozada. Las lágrimas le sabían a sangre.

Roxy 2

Roxy, muñequita de trapo. Esta vez tenía que trabajar en Navidad. Y, por desgracia, su cliente era el mismo que le había destrozado la cara semanas antes. Entró sin ver a nadie, el mismo cuarto, las mismas sábanas, la misma cama. Ella no era la misma. Salió media hora después, sola. Las lágrimas le sabían a gloria. En el cuarto quedó un misógino con el corazón destrozado.

Macaria España, arde por desnaturalizar la violencia hacia las mujeres. Textos publicados en el libro de su autoría Macaria España, La Generación del Desencanto, Pictographia/CONACULTA 2013.

Imagen: Emily J White

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Atrapada. Cómic por Anyilina https://www.laquearde.org/2015/08/29/atrapada-comic-por-anyilina/ https://www.laquearde.org/2015/08/29/atrapada-comic-por-anyilina/#respond Sat, 29 Aug 2015 13:50:37 +0000 https://www.laquearde.org/?p=3790 Anyi-Lina Fernández:  Estudiante de artes. Intento de dibujante, cuentista de vocación y desobediente de profesión. Arde por un mundo sin oprimidxs, sin autoridad y sin desigualdad. Arde por la felicidad y libertad de todxs y cada unx. https://linajolina.wordpress.com/

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Anyi-Lina Fernández:  Estudiante de artes. Intento de dibujante, cuentista de vocación y desobediente de profesión. Arde por un mundo sin oprimidxs, sin autoridad y sin desigualdad. Arde por la felicidad y libertad de todxs y cada unx.

https://linajolina.wordpress.com/

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Nanita Consuelo. Por Patricia Karina Vergara Sánchez https://www.laquearde.org/2015/08/28/nanita-consuelo-por-patricia-karina-vergara-sanchez/ https://www.laquearde.org/2015/08/28/nanita-consuelo-por-patricia-karina-vergara-sanchez/#respond Sat, 29 Aug 2015 04:44:32 +0000 https://www.laquearde.org/?p=3793 Salgo a escondidas. Abrazo fuerte a mi muñeca con un brazo y mi bolsita de ofrendas cuelga de mi hombro. Está lloviendo todavía un poco, caen gotas de agua lentas y gordas. Mis pies tienen mucho frío, pero no me puse los zapatos porque no quería que me escucharan y descubrieran escapando. El lodo es …

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Salgo a escondidas. Abrazo fuerte a mi muñeca con un brazo y mi bolsita de ofrendas cuelga de mi hombro. Está lloviendo todavía un poco, caen gotas de agua lentas y gordas. Mis pies tienen mucho frío, pero no me puse los zapatos porque no quería que me escucharan y descubrieran escapando. El lodo es viscoso, lo siento en la piel de mis pies desnudos y piso sin querer algunos charcos que se han formado entre las matitas de hierba. El agua helada salpica la orilla de mi camisón. Paso por entre los árboles bien llenitos de tamarindos colgantes y llego hasta atrás del patio. Aquí está el pozo, me siento en la orilla. Todavía me da miedo, como la primera vez que me contaron que aquí habían encontrado muerta a la niña de Consuelo. Que habían sido unos hombres que andaban en el pueblo, que le hicieron cosas y luego la dejaron ahí, tirada junto al pozo.

Dicen que la familia y los vecinos la buscaron durante días, fueron al río, a la milpa, a los caminos, a todos lados, que ya pensaban que se la habían llevado, cuando alguien vio a lo lejos el color amarillo de su vestidito en el fondo del patio, donde nadie había buscado.

Consuelo lloró mucho. La gente creyó que se moriría ella también de tristeza. Pasó días sin comer y sin dormir, nomás aullando hasta quedarse sin voz. Luego todo fue silencio. Su casa cerrada por días, sin recibir vistas, parecía que se hubiera marchado.

Una mañana abrió la puerta y las ventanas, dejó entrar el aire a su casa y se fue a hablar con las mujeres principales. Primero fue por lástima que le dieron permiso, teniendo en cuenta su pérdida reciente, pero luego fue porque se dieron cuenta de que era bueno lo que Consuelo hacía.

Consuelo se llevó a las niñas de Acatlán todas las tardes a un lugar solitario, un descampado oculto por las milpas crecidas, y les enseñó cómo usar palos, piedras, uñas, dientes, lo que fuera para defenderse.

Luego se dio cuenta de que no sólo había amenazas del exterior, observó como dentro de las casas del lugar también pasaban cosas desagradables y supo que no era suficiente y también llevó a las madres, a las jóvenes, a las abuelas, a todas y así, entre todas, fueron inventando cómo usar el sartén de la casa, la escoba y hasta el bastón con el que se apoyaban las ancianas para caminar, lo que fuera necesario, pues Consuelo estaba decidida a nunca más saber de una mujer maltratada en el pueblo, tal como sucedió..

Cada niña nueva que nacía, al aprender a caminar aprendía también que era fuerte y que sus piernas, sus brazos, su inteligencia también servían para que nadie pudiera hacerle daño.

Los hombres primero se asustaron, pero luego entendieron que para ellos y para el bien de todos era importante ese nuevo modo en que se organizaban las mujeres, como una especie de pacto entre ellas que las hacía fuertes, poderosas y más alegres todos los días.

En este lugar nací yo y nadie me ha agredido nunca. A las niñas y a las mujeres nos tratan con respeto, los hombres y los niños son tranquilos y alegres, entre nosotras también nos respetamos y cuidamos.

Mi cuerpo es fuerte y mis manos son hábiles y sé que si algo me hace sentir en peligro puedo defenderme, sé cómo salvarme y sé que bastará con lanzar un grito, para que cincuenta, cien mujeres poderosas vengan en mi auxilio. Todo esto lo sé, sé también que este lugar es distinto a cualquier otro sobre la tierra y veo que los hombres, las mujeres, las niñas, los tamarindos, la milpa, hasta los animalitos que viven por aquí, se elevan con dignidad, desde la madre tierra hacia el cielo, con orgullo de habitar en este pueblito posible.

Sólo que, a veces, Consuelo, que ahora tiene ya el cabello blanco, se queda quieta ante la ventana y su rostro se pone triste y se pierde su mirada. Entonces a mí me dan estas ganas de escaparme y traer florecitas y dulces de colores como una ofrenda, aquí, a donde sé que está su recuerdo, aquí donde nació la rabia.

Patricia Karina Vergara Sánchez: lesbiana, feminista retro, madre de una hija, gorda, morena y peluda. Arde por hacer arder injusticias y opresiones y sólo tiene en este mundo un par de ojos, pero que se dan cuenta y una boca que es muy grande y no sabe ni quiere callar. Pakave@hotmail.com

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Adiós a la red. Por David Ledesma https://www.laquearde.org/2015/06/30/adios-a-la-red/ https://www.laquearde.org/2015/06/30/adios-a-la-red/#respond Tue, 30 Jun 2015 20:27:03 +0000 https://www.laquearde.org/?p=3456 —¿Bailamos porque queremos o porque tenemos que…? —La pregunta resonó en alguna parte de tu cuerpo. Allá donde se generaban las ideas. Nunca antes te habías preguntado nada ni te habían brotado como ahora las palabras. Se te escaparon de la mente después de controlar esa punzada. La primera no sabrías dónde ubicarla, pero la …

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—¿Bailamos porque queremos o porque tenemos que…? —La pregunta resonó en alguna parte de tu cuerpo. Allá donde se generaban las ideas. Nunca antes te habías preguntado nada ni te habían brotado como ahora las palabras. Se te escaparon de la mente después de controlar esa punzada. La primera no sabrías dónde ubicarla, pero la segunda tenía su origen doloroso en el centro del pecho. Te llegó cualquier día de esa existencia sin límite ni punto de partida. Fluía en el aire una canción post-indie electrotechno, el hit de la semana, cuando se te ocurrió que quizás, si no querías, podías no dar el próximo paso.

Querer no está entre tus comandos, piensas, como tampoco lo está la culpa que te invade después de casi ser desobediente. Lo mejor será sacudir el cuerpo y continuar. Al ocurrir el primer cambio musical, ajustas tu tanga dorada e inicias nuevamente la rutina. Roza, como siempre. No has pasado un día sin sentir la misma irritación dolorosa en el trasero. Allá donde la evocación antropomórfica sugeriría un ano y en su lugar se halla un compartimiento igual al de tu boca. Pero lo importante no es sentirte bien, lo sabes, sino verte bonito.

            ¿Bonito para quién? ¿Bonito según quién? —y otra vez la culpa.

Esta mañana los activos iniciaron dos minutos tarde su recorrido. Una falla en la compuerta mayor que fue reparada sin escándalo. Tu cuerpo fue lubricado a tiempo y has tenido que bailar casi toda la canción inaugural sin el calor de las miradas. Te espera una jornada con ciento diez o ciento veinte conexiones. Es agotador, pero ¿cómo podría ser de otra manera? Es difícil resistirse a la inmensidad de tu cuerpo musculoso. Además, tu rostro exótico te hace sobresalir. Tienes la misma piel de indio que hace cientos de años se daba por la zona, pero lo suficientemente clara como para arreglártela con edición digital.

Úsame como tu puta es la canción que inicia mientras lo hace tu primer contacto. Es tu favorita para esta hora de la mañana. La primera conexión se da sin contratiempos. Un activo cualquiera, sin demasiada masa pero tampoco en los puros huesos. Nadie traspasa nunca las fronteras de tu caja. Un cubo naranja que estimula el hambre y se ve sólo interrumpido por el cristal iluminado al frente. Podría ser delgado e inquebrantable, igual nadie habría intentado destruirlo. Mucho menos tú. Sólo un orificio permite la conexión y el intercambio. El hoyo de la gloria es por donde el activo introduce su cable enhiesto para enchufártelo.

Lo miras a los ojos una vez que inicias el proceso. Colocas tus rodillas en el suelo y acercas tu compartimiento superior, casi como boca, al orificio del cristal. Una compuertita se esfuma mientras el activo desliza su cable hacia el interior de tu cuerpo hincado. Succionas y succionas, hasta obtener el fluido oleoso y sentir el cable contrayéndose y volviendo a la suavidad primigenia. El activo desaparece sin más y después de él vienen muchos otros. A unos los recibes con el mismo rostro mientras que a otros les das lo que en un humano se habría llamado el culo. De cada uno obtienes entre diez y quince mililitros de aceite que almacenas en el reservorio de tu tronco.

Cuando se te llena el pecho del líquido viscoso te sacuden unos segundos de inconsciencia. Si es que al estado opuesto se le podría llamar consciente. Al despertar, tu tanque se encuentra otra vez vacío. Entonces regresa la incontenible necesidad de un activo. Te pones a bailar con más ganas que nunca. Fuera de esos lapsos no duermes en ningún momento. Aunque la noche hiele y se convierta con insoportable lentitud en día, no duermes. El oleo que cargas se te escurre entre los conductos de las piernas y desaparece sin remedio de tu cuerpo y de tu caja.

—¿A dónde? —te preguntaste una vez y te sentiste poco más que un desecho de la fábrica.

Podrías haber pasado así toda la historia del Universo, con tu cuerpo bailando al ritmo de New Order encerrado en esa jaula. No te hubieran hecho falta las palabras ni habrías notado al resto de tus vecinos prisioneros de no haber sido por ese encuentro.

Los activos de siempre caminaban de un lado al otro del pasillo, afuera de tu caja. Los cuerpos brillantes y las jetas oscilando entre los programas “seductor” y “virginal”. Los has mirado siempre repetir los mismos pasos. Son encantadores, me seducen, pensabas cada vez; últimamente no logras creértelo de veras.

Nunca antes en tu vida de pasivo has tenido ganas de repetir una conexión. No es bueno, está prohibido. Hasta hoy.

Es cualquier activo, con un cerebro tan homogéneamente idiota como el del resto. Su danza de cortejo lo lleva hasta ti por azar. A nadie le interesa que te estén brotando ganas de creer en el destino, lo cierto es que él llega como podría haberlo hecho cualquier otro. Mete su cable por el orificio de la jaula e intenta conectarlo con aquél cuerpo eternamente acorralado. Tres veces golpea la piel metálica contra ese pecho que en un hombre habría albergado un corazón.

—¡Es acá! —le gritas zalamero, señalando el agujero de tu rostro y escuchando por primera vez tu voz. Lo miras extrañado. Él te penetra primero con los ojos. Tu cuerpo tiene una función sonora que nunca antes has llegado a utilizar.

Procurando no detenerse demasiado, sacuden sus cabezas y efectúan la conexión. Ninguna dura nunca más de unos cuantos segundos, pero ésta tiene la facultad de estirar aparentemente el tiempo. Así que se unen, lentamente, por ese cable.

—Me llamo PAS69DV —le dices, exhalando tu nombre como nunca antes. Él continúa metiéndote su cable por el rostro, intentando no tener que soportarte—. No hablamos, ¿no lo ves? —A pesar de su prisa, la interrogante que provocas lo lleva a retrasar el proceso de expulsión de su aceite.

No hablamos, piensas, ¿según quién? Y aunque quieres encontrar en tu entorno una respuesta, no haces más que toparte con la jaula de siempre. Los condenados, sus músculos, el aceite entre las nalgas.

Él nunca te respondió, no pretendas maquillar el recuerdo en tu memoria. A pesar de todos los intentos ridículos que hiciste, él no pudo más que detestarte. Es cierto que te penetró por más tiempo del debido, que la musicalidad de tu voz lo llevó a querer tenerte cerca después de derramar el calor de sus fluidos, pero eso no se parece para nada a la idea que brota entre tus sienes. Así que no intentes tirarte a ese pozo de drama para el que no fuiste programado. Puedes a lo mucho saborear más de la cuenta el líquido que va pasando a tu orificio, pero no vas a lograr retener ese sabor por siempre.

Nunca has sentido nada como eso. Nunca has sentido, de hecho, nada que no provenga de los dos hoyos con los que recibes los cables erectos de los caminantes. No tendrías que hacerlo, no es tu función. Estás vivo para conectarte y desconectarte de esa red. Para viajar de un cuerpo a otro, como el resto, sin que el objetivo tenga importancia alguna. El viaje por el viaje y no por el destino. Has soportado esta condena por toda la eternidad y no tiene el menor de los sentidos que quieras venir hoy a cambiar esa rutina por ese cuerpo aleatorio del que de súbito has quedado enganchado.

Se va. Tiene que hacerlo. Tiene que penetrar a una horda deseosa de pasivos que, como tú, están agitándose en una jaula pidiendo a gritos que los atraviesen con un cable. Puedes seguir desgarrándote esa jodida piel de plástico; él igual no va a quedarse. Va a cansarse antes de que puedas significar en tu cabeza la vergüenza. Antes de que seas capaz de mirar desde afuera la patética unidad en la que te has convertido y decidas despegarte de ese suelo. Para entonces él ya estará penetrando otros doscientos o trescientos hoyos y no quedará en su memoria la sensación de llenarte el cuerpo de su aceite.

No volverás jamás a ser el mismo. Las penetraciones empezarán a parecerte asquerosas y el aceite insoportable. Empezarás a rechazar a los activos y a dejar de reconocerte en los otros pasivos enjaulados. Eres una pequeña máquina desafortunada, ajena a todo su entorno, condenada para siempre a ser consciente de sí misma.

—¡Este puto mundo es insoportable! —gritas sin que te escuchen. Gritas, aun sabiendo que antes de ese activo el mundo te parecía completamente indiferente. Nada causaba dolor ni te llevaba a intentar siquiera reflexionar sobre tu cuerpo. Y ahora todo es nada, todo es este estúpido vacío que se extiende desde tu centro y absorbe lo que hay fuera de tu jaula. El pasillo, la pared exterior y la oscuridad que llega luego—. ¿Qué hay luego? —te preguntarás y seguirás retorciéndote en el estiércol de tu cuerpo.

* * *

Ayer dejaste de funcionar completamente. Habías amanecido de mejor humor e intentaste incluso retomar tu rutina de baile-apareamiento. Tocaban Filthy/Gorgeous y tu tanga dorada hacía lucir tu orificio más antojable que otros días. Quisiste darle otra oportunidad a tu cuerpo y evitarte los problemas que vendrían si seguías rechazando conexiones. Un día después de la separación, te llegó una notificación a la bandeja de entrada de tu unidad de procesamiento.

El equipo PAS69DV debe retomar funciones a la brevedad, de lo contrario será desconectado en las próximas 72 horas.

Atentamente,

el Departamento de soporte y mantenimiento

Grindr Corp”.

Decidiste entonces aferrarte a la consciencia. A esa que habías desarrollado a pesar de todas las precauciones que tomaron tus programadores. Te pusiste a bailar. Con los pezones brillantes y las botas bien lustradas.

—Bien puta, como les gusta —pronunciaste mientras notabas que el vocabulario instalado en tu sistema se alejaba cada vez más de tus necesidades nacientes.

Casi lo arreglas y lograste infiltrarte nuevamente en ese mundo de conexiones sin sentido. No pudiste evitarlo, después de probar el vuelo es difícil retomar la vida de gusano. Un activo intentó penetrarte, como siempre, y antes de hacerlo le pediste que te hablara. Mientras la máquina iba disolviendo la erección y daba aviso al sistema central de las fallas dentro de tu caja, descubriste que no todos son tan laxos como el primero. De la nada o de todas partes, una serie de impulsos eléctricos empezó a perseguirte y a llenar tu cuerpo de piquetes. No se detuvo hasta apagarte y dejarte tumbado e inconsciente.

Despiertas cansado, pero lleno de certezas.

—¡Fuerza, guerrero! —vas cantando, agregando las palabras que no estaban en tu tarjeta de lenguaje. De algún lugar sacas las ganas para detener de tajo tu pertenencia a esa red sin fondo ni relleno. Entonces empiezas a gritarle a los otros. A compartir con ellos la experiencia de tu conexión significativa. Pero nadie te escucha, eres sólo un pobre idiota con aspiraciones libertarias. Los demás siguen perdidos en los abismos de sus agujeros. La desesperación te lleva a azotarte contra tu propia jaula y es ahí cuando los demás te miran. Detienes la convulsión y los enfrentas.

—¡No tenemos que estar aquí! —les gritas cuando por fin tienes la atención de todos bien reunida—. ¡No tenemos que ser siempre unas máquinas extractoras de aceite! ¡Podemos ser más! ¡Podemos sentir! —El silencio de sus respuestas empieza a desgarrarte los oídos. Algunos sueltan la alarma. Otros, simplemente, retoman sus actividades como si no existieras.

No soportas que te ignoren. No toleras que esa prisión insoportable sea lo que los demás conocen como casa y estén tan renuentes a buscar más allá de los cristales. Vuelves a agitarte como un loco. Como nadie en ese mundo se ha movido jamás. Sin saber ni cómo o para qué, lo logras. Rompes el cristal que te mantenía encerrado eternamente en esa jaula.

—¡Detente! ¡Detente!

Todos te miran como el extraño que eres. Algún circuito desatado de tu cabeza retorcida encuentra en esa mirada una satisfacción que te alimenta y te anima a seguir destruyéndolo todo. Golpeas todo lo que se te aparece enfrente. Los activos, las jaulas de pasivos y esa pared que separa su mundo de todo ese misterio que siempre ha existido alrededor.

—Unidad PAS69DV, regrese a su base inmediatamente. De lo contrario será desconectado. —Una alarma retumba en los pechos de los otros. Te alejas de la jaula, por ese pasillo interminable, y descubres que no hay más salida que la pared que da a la oscuridad—. Repito, regrese a la base inmediatamente.

Ya no hay forma de que vuelvas a actuar como un esclavo de los cables. Las alarmas son cada vez más fuertes, mientras un ejército de activos te rodea y amenaza con cortarte el sueño. Entonces vuelves a golpear, ya no a las otras máquinas ni a las paredes de las jaulas. Golpeas esa pared que ha separado eternamente el mundito de activos y pasivos del resto del Universo. Golpeas fuerte, fuerte, como si te enfrentaras contra el responsable de tu estúpido destino.

—¡Regrese inmediatamente!

Pero la pared por fin ha sido rota. Una brisa helada, mezclada con perfume de turbinas y de polen, te roza las mejillas.

—Otro mundo es posible —se te ocurre y se siente casi como si lo recordaras. Surges de aquél edificio inmenso y caen tus plantas en una superficie de pastos y cemento.

—¡Paria! ¡Paria! —te reclaman los otros desde adentro, aunque pronto volverán a la rutina de siempre, ignorando las piedras que han quedado entre los suelos. Afuera, entre las nubes, está a punto de revelarse para ti ese amanecer que te ha sido negado desde siempre—. ¡Paria! ¡Paria! —escuchas, mientras se pierde tu pequeño cuerpo en la oscuridad del Universo descubierto.

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Hierro. Por Isabel Alcántara https://www.laquearde.org/2015/06/09/hierro-por-isabel-alcantara/ https://www.laquearde.org/2015/06/09/hierro-por-isabel-alcantara/#respond Wed, 10 Jun 2015 03:07:43 +0000 https://www.laquearde.org/?p=2679 María se levantó del piso con vértigo. La boca del estómago se le iba extendiendo igual que la niebla en los ojos no puede ser, no puede ser, no puede ser…, se le escurrían las lágrimas y se le llenaba la boca con el sabor del hierro: sangre, sudor, bilis, miedo, coraje, saliva, lágrimas, las …

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María se levantó del piso con vértigo. La boca del estómago se le iba extendiendo igual que la niebla en los ojos no puede ser, no puede ser, no puede ser…, se le escurrían las lágrimas y se le llenaba la boca con el sabor del hierro: sangre, sudor, bilis, miedo, coraje, saliva, lágrimas, las mujeres estamos hechas de hierro, de yerros, decía el cabrón de mi padre. Reconocía esa flema espesa que se le atoraba en la garganta, que le invadía la boca, se parecía al hambre, otra cabrona que se te avienta sin consideración.

Afuera, en la calle, aún se sentía el fresco de la mañana bajando de la montaña, el sol apenas dejaba que se distinguieran las cosas, se tarda lo que se le pega la gana. En el camino de tierra, una luciérnaga agonizante le guiñaba un destello de estrella extraviada, de quemada entre muros grises, vida titilante consumida. La espalda húmeda también quemaba, ardía, la carne viva pelada, raspada por la pared de tabicón, la camiseta mugrosa se sentía como látigo, ella como mula, bestia de carga, cargada. Cuidaba sus pasos, veía sus piernas raspadas como cuando era chiquita y jugaba con los niños de la cuadra, los mismos de anoche, que también se raspaban las piernas, nomás que entonces todos nos reíamos.

Hierro: la maestra de biología les dijo que la sangre tenía ese sabor porque contenía altos niveles de ese mineral. María se tocó las rodillas pastosas de lodo rojizo, ese era su yerro, su sabor mezclado con la inmundicia; la biblia decía que el hombre estaba hecho de arcilla y ahí estaba ella con su carne pelona y la sangre revuelta.

Desde que la gente se enteró de que su padre abusaba de ella, no la bajaban de puta. Ni su mamá la quería cerca y siempre negaba que su marido tocara a su hija, eso dice porque quiere llamar la atención, ya no sabe ni qué inventar. Sus compañeros la molestaban diciendo que también querían probarla. Sabrosa, silbaban entre dientes como serpientes cuando la empezaron a tocar, a golpear, a penetrar. Ahí estaba de nuevo ese asqueroso sabor a yerro, el vértigo, el vómito, la sangre reptando por la garganta.

María llegó a su casa cuando el sol aún no se levantaba lo suficiente, en el último parpadeo de la luciérnaga; reinaba el silencio de las mañanas interrumpido por uno que otro sonido de un cuerpo acomodándose entre las sábanas, la respiración profunda del olvido, el sobresalto de un ronquido; afuera se escuchaba un ladrido lejano que se iba perdiendo, se degradaba en el espacio como todo lo que alguna vez causa asombro, como el dolor o la vida. Todo menos la muerte que llega y se clava directa, profunda en la tierra, se yergue en la mente, en la memoria traicionera que no se cansa de evocar las ausencias y malvende lo que hay y podría ser para lanzar un guijarro al abismo con la esperanza de colmarlo algún día. Se quitó las calcetas y humedeció una para limpiar sus rodillas ensangrentadas. Gotitas de agua escurrían por su piel y el eco de las lágrimas rodaba por sus mejillas, de espalda al espejo intentaba ver de reojo y limpiarse los rasguños en el torso desnudo, su cabello grasiento caía en pesadas columnas que le azotaban las heridas. Entre sollozos, con la mirada turbia por el dolor, vio una figura deforme en la puerta y alcanzó a escuchar en la voz de su madre: puta.

Los días pasaban y se multiplicaban como los gusanos en la carne putrefacta, acumulándose en su vientre, en sus pulmones, las manos que le hormigueaban, las piernas pesadas, la espalda en cuyas heridas ya sólo quedaba la sensación de insectos, bichos que manaban de sus ojos entrecerrados durante las clases, la voz de los maestros gritando para despertarla, el hambre que casi siempre culminaba en vómito y el mareo, el vértigo que desfiguraba los objetos, a las personas, los paisajes, sonidos y hasta los aromas. Lo único capaz de serenarla era sentir el viento del monte golpeando su cara, el sol penetrando su piel, la humedad del pasto y la tierra bajo sus piernas; intento de flor de loto, María se preguntaba si los árboles sentirían la frescura de la tierra a través de sus raíces, si los muertos serían capaces de percibir el aroma a hierba húmeda y si finalmente el suelo aceptaba mezclarse con la sangre de los cuerpos para brindar una nueva oportunidad de volver a ser materia prima, privilegio que el hombre se negaba al enterrar los cadáveres en un cajón de madera o quemarlos hasta reducirlos a cenizas, qué estupidez, creer que se puede venir del polvo, que se vuelve a la tierra pero al morir se le impide a la sangre volver a su destino. Se recostó sobre el pasto y acarició la hierba con la yema de sus dedos, aguzó el oído esperando escuchar el silencio pero muy pronto la invadieron los sonidos de las personas, de los coches, los animales; aquí nada es puro, excepto la tristeza, quizá.

María se detuvo frente a la imagen de la virgen cargando a su niño y sintió deseos de decirle puta; miró alrededor y vio algunas personas sobre la calle por donde pasó un coche con corridos a todo volumen, el pinche Caco, sólo él puede, y dejó un envase de cocacola sobre la vitrina de la virgen para salir corriendo hacia la camioneta del sonido. El Caco, enfundado en jeans negros, camisa a cuadros, cincho y botas cafés con motivos blancos y sombrero claro la miró de arriba a abajo con una sonrisa socarrona y se acercó para hablarle. María apenas soportaba el aroma penetrante de su loción y contenía el vértigo que le provocaba el aliento de ese individuo que no guardaba ningún respeto por su espacio personal, ¿quién lo hacía?, que representaba el ejemplo de la oportunidad bien aprovechada de sacar dinero fácil jodiéndose a la gente, que infundía miedo sin respeto, como una rata rabiosa que se desliza entre la inmundicia y que, además, era su única esperanza.

El Caco aceptó ayudarla a terminar con su situación siempre y cuando ella se aventara unos trabajitos para ganar dinero y poder empezar en la ciudad, donde nadie la conocía. Llegaron con los doctores, a una casa acondicionada como una especie de clínica en la que se veía a la gente ir de un lado a otro sin demasiada prisa y en la que, a pesar de la cantidad de gente que había, reinaba el silencio la mayor parte del tiempo. María vio varios crucifijos colgados en las habitaciones por las que iba pasando; al llegar a donde la iban a revisar, notó una imagen mucho mayor de la virgen cargando a su niño y una paloma blanca sobre ellos, pinche buitre, coronando la escena. Un hombre mayor se acercó hasta ella y dio las órdenes para prepararla. Así, nada más. No preguntó su nombre, su edad, nada. Directo al matadero.

María pasó días horribles, quizá fue un solo día muy largo, un día sin noche en que las luces la torturaban constantemente, en que los sonidos nunca cesaban y los pasos la rodeaban, los gritos, portazos, más gritos, lamentos, sollozos.  Sentía su sangre resbalando por la piel, los dientes de las bestias hundiéndose en su carne, los miembros exhaustos incapaces de moverse, la boca del estómago hinchada, a punto de reventar y la garganta inundada con el sabor del hierro. Quizá eso era la muerte, un resumen de su vida, la condensación de todas las sensaciones, las emociones, los sentimientos, vivencias y decepciones.

Se hizo consciente de la vida que aún tenía una noche calurosa, sentía el sudor pegado sobre su cuerpo, la tela pegada a su piel, adherida, quemando. El ardor inconfundible de la carne en contacto con otros materiales, la ausencia de la piel y las lágrimas incontenibles que despertaban sus mejillas y sus labios, ¿qué pasó? Nadie respondía, nadie le hablaba pero la veían de reojo, la revisaban casi sin notarla, poniendo atención en su cuerpo como cuando se va a comprar un pedazo de carne en la carnicería. Cuando la encontraron en buen estado le dijeron que se iba, ¿a dónde?, a donde mereces, putita, ahora sí vas a saber lo que es bueno.

María aún se tambaleaba, las piernas no le respondían del todo y estaba tan concentrada en no caer de nuevo al piso que no vio cuando la metieron en un coche. Miraba sus pies desnudos y sintió vergüenza; se recordó a sí misma, los mismos pies desnudos colgando y jugando mientras su papá se sentó a su lado y le acarició el cabello. Sintió dolor. Los mismos pies desnudos cuando su mamá la encontró llorando en un rincón del cuarto y le pegó llamándola puta y mentirosa porque no creyó lo que le había dicho. Esos pies que la habían llevado tantas veces de su casa al otro infierno que era la escuela, en el que sus compañeros la habían obligado a pasar entre ellos como un balón en un juego macabro, sus pies desnudos sobre la cama tiesa donde un doctor de cara fría y manos ensangrentadas se metió en sus entrañas para extraerle una muerte incrustada en la carne, el miedo de la vida, el regalo de dios y su buitre blanco. Ahora estaban ahí, sus pies sucios, llenos de tierra, lodo, sangre, ¿es mía?, deseando hundirlos en una fosa, en un abismo, tantas fosas comunes encontradas así al azar y yo no tengo la suerte de aparecérmeles. Quiso sentir el barro entre sus dedos, bajo sus plantas sin raíces y escuchó la sirena llamándola en tonos rojos y azules.

Volvió a sentir el vértigo en la boca del estómago, el coraje, la bilis y el sudor, en su lengua la sangre y la amarga saliva, su rostro ya sin lágrimas, sin miedo. Las reas le gritaban para que se levantara y se defendiera, mete las manos cabrona, aquí ya no estás en tu casa, tu mami no va a venir por ti. Veía sus rostros como destellos coléricos, luciérnagas infernales, en un ambiente brumoso, gris y pensó en los puercos, en las gallinas, en los perros famélicos peleando por los pedazos de desperdicios; miró el piso y un poco de su sangre batida en el concreto. Ahí ya no había tierra que se le pegara en las heridas, ahí, el dolor se quitaba con un trapo y con detergente, a veces con un algodón y agua oxigenada. A su mente vino la palabra “aséptico” y escupió.

 

Imagen: 1)  http://divcomedia.blogspot.mx/2011_10_01_archive.html

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Las flores de Jacinta. Por Guadalupe Suárez https://www.laquearde.org/2015/06/08/las-flores-de-jacinta-por-guadalupe-suarez/ https://www.laquearde.org/2015/06/08/las-flores-de-jacinta-por-guadalupe-suarez/#respond Tue, 09 Jun 2015 00:57:26 +0000 https://www.laquearde.org/?p=3027 Era de noche, en el patio la luna llena fundía de luz las ramas de los árboles, que con el ir y venir del viento buscaban hipnotizar con formas curiosas el piso. En el centro del patio una jacaranda regalaba una alfombra violeta que se extendía marcando la redondez de su sombra. Jacinta nacío en esa casa esa mañana …

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Era de noche, en el patio la luna llena fundía de luz las ramas de los árboles, que con el ir y venir del viento buscaban hipnotizar con formas curiosas el piso. En el centro del patio una jacaranda regalaba una alfombra violeta que se extendía marcando la redondez de su sombra.

Jacinta nacío en esa casa esa mañana donde los dolores de parto la expulsaron a un mundo en el que, antes de recibir cobijo, recibió un golpe en la cabeza. Su madre lloró tres horas mientras ella yacía en el piso, aún conectada con el cordón umbilical. Desde ahí podía ver el patio, la jacaranda y las jaulas de los conejos. Jacinta supo enseguida que ésa sería su casa, y que ese patio rodeado de vida le ofrecía la entrada al mundo.

Con el paso de noches y días, de lunas y soles, creció. Una mañana cuando regresaba del pueblo se dio cuenta de que su madre ya no estaba: nunca volvió a verle. Sin embargo, no era necesario, había aprendido lo suficiente para vivir sin ella. Sabía que cada semana había que matar un conejo, que la carne había que lavarla bien y guardarla en la tinaja de arena. Que la carne que no consumía había que salarla y colgarla al sol. Que esa carne seca se vendía en el tianguis de los domingos en el pueblo. Que si vendía dos kilos de carne salada, era suficiente para vivir una semana.

Sabía que los días eran largos, y que por las noches podía salir al campo a ver las estrellas, sobre todo en las noches de mayo. Sabía que los días de diciembre había que abrigarse; que si se le olvidaba abrigarse le ardería el cuerpo en temperatura, y que ésta sólo se cortaba si se bañaba con agua helada del pozo. Sabía que a los conejos no había más que ponerlos juntos: ellos conocían su camino, y que, de poner dos juntos en la noche, unos días después serían más de dos, mucho más de dos.

Así que no dudó en vivir, no detuvo ni un día su vida. Por las noches dormía hasta avanzada la noche, y por las mañana hasta medio día. Trabajaba en el patio cortando hierbas y regando plantas. Bajaba al pueblo sólo para vender los domingos y para comprar comestibles los miércoles; cada día era nuevo, cada día empezaba diferente.

Jacinta rondaba los 15 años: unos años atrás habían llegado sus primeras lunas rojas. Lienzos de tela suave la acompañaban arropando su entrepierna y aliviando el sentir de su vientre. Eran días de dormir un poco más y de tomar tés calientes.

Pero una luna llena no se tornó roja, era sólo luna. Jacinta tenia la edad suficiente para saber que esa ausencia de color se debía a los encuentros de las noches de mayo. Que había que tomar otras medidas y que había que actuar pronto.

Muchas cosas había aprendido durante los años en que creció sola. Entre ellas, a curar su cuerpo con el uso de diferentes hierbas. Algunas veces cuando bajaba al pueblo preguntaba por el efecto de una o de otra planta, así como su forma de uso más recomendada: cocida, masticada o tomada. Así fue como aprendió que la genciana le servía para fortalecer el estómago, que nada más la raíz de la planta se comía y que si la mezclaba con menta ayudaba a bajar el sabor amargo.

La sábila la cultivaba por montones, porque le sanaba desde un raspón hasta las grietas que se le hacían en los pies por caminar descalza. El gordolobo en té se les daba a las niñas y los niños para la bronquitis. Cuando en las noches no lograba dormir, bastaba un racimo de lavanda al lado de la almohada para conciliar el sueño.

Así que cuando aquellas lunas no se tornaban rojas recurría a otra planta, una más ruda. Hervía una taza con sus hojas y lo tomaba en ayunas; seguía bebiéndolo durante el día, hasta entrada la noche, cuando comenzarían los espasmos. Cuando la tarde comenzaba a caer, ponía a hervir agua. La colocaba en una tina con agua templada hasta el punto en que su piel no se quemara; luego la llevaba hasta el pie de la jacaranda. Ahí, recostada sobre el morado amor del árbol, extendía una manta y se recostaba a respirar profundo.

De su vientre nacía una fuerza que contraía los músculos y que raspaba hacia las piernas. Respiraba profundo. Justo debajo de sus nalgas había colocado una manta más pequeña, que recibiría el resultado de los espasmos. Otra contracción, otro esfuerzo para expulsar, hasta terminar y levantarse para ver lo que su cuerpo había expulsado. Era  un líquido rojo, espeso, parecido al cúmulo de varios meses: no era abundante, sólo espeso.

Cuando las contracciones terminaban, se levantaba y se metía en la tina. Se hacía una lavativa de medio cuerpo hacia abajo. Salía de la tina y se secaba. Con la misma calma de la noche y la frescura del viento, llevaba esa manta más pequeña a una parte del jardín que había destinado a ella. Excavaba un pequeño hoyo y depositaba la manta, cubriéndola con abundante tierra; luego colocaba una planta de flores (esa noche un malvón rosa fue el elegido). La enterraba, la arropaba con tierra, la regaba con agua y la dejaba instalada para que se adecuara a su nuevo hogar, donde florecería y crecería a sus anchas. Después regresaba al pie de la jacaranda y se recostaba a dejar que su cuerpo terminara de relajarse.

El aire la arrullaba, la noche cálida la arropaba para dormir. Y así, entre rituales aprendidos, el cuerpo de Jacinta volvía a ser liviano. Su cuerpo sentía, nuevamente, la ligereza con la que corría por lo campos.

SAM_2243

 

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La vida primero, por Montserrat Bonfil. https://www.laquearde.org/2015/03/05/la-vida-primero-por-montserrat-bonfil/ https://www.laquearde.org/2015/03/05/la-vida-primero-por-montserrat-bonfil/#respond Fri, 06 Mar 2015 02:52:53 +0000 https://www.laquearde.org/?p=2230 El frío de sus manos acusa a la muerte que, escondida entre las uñas, saltará en cualquier momento para chupar lo que queda de calor. Sus pestañas se encogen para que los ojos puedan mirar. Los dedos de Doña Lucha llevan el peso de la muerte en las puntas, se doblan como chicle, como un bumerang …

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El frío de sus manos acusa a la muerte que, escondida entre las uñas, saltará en cualquier momento para chupar lo que queda de calor. Sus pestañas se encogen para que los ojos puedan mirar. Los dedos de Doña Lucha llevan el peso de la muerte en las puntas, se doblan como chicle, como un bumerang al que no le queda viaje. Mis uñas se acortan entre dientes rechasqueantes y me pregunta Don Alfonso:

–¿Para qué cruzas el parque?
– Para tomar el autobús.

La diferencia entre auto y micro radica en las leyes del tiempo y del espacio. Al tiempo lo definen pies y manos que giran, empujan y aprietan los micro aparatos locomotivos. Al espacio lo define un peso más, o sea la gravedad que te lleva sentado sin jaloneos ni la cumbianchera alegría de un neón titilante.

Un letrero grita: ¡Alto, tu vida es primero!

El tren corría por aquí hace cincuenta años. Y pienso: Hablan los letreros obsoletos a quien precise escuchar. No hay tic-tics sonando para nadie: suenan y ya. También mis tripas suenan: tic-tic.

Me fijo que no venga el tren y cruzo el parque. Con las manos escondidas de vergüenza, desafío a las leyes de la física. El futuro también alcanzó a los hombres de antes.

Frente al espejo, conté: tres canas, tres barros. El tiempo se balancea naturalmente en mi organismo. Mi juventud se escapa de blanco y vuelve a mí con el mismo color. Las arrugas no están en la balanza: son las comas y los acentos del clímax de esta historia.

Doña Lucha lima sus uñas con cuidado para no azuzar la sed del otro mundo, esparce el polvito amarillo sobre tres tulipanes rojos, susurrando una canción.

Don Alfonso le grita con el ojo que sí ve y Doña Lucha se sienta a ver pasar mis canas.

El ojo de Don Alfonso brinca, de un lado a otro, como la mira de una escopeta a punto de disparar en el blanco, su objetivo: niños que giran en círculos sobre cochecitos motorizados y que están a punto de pisarle los callos con las llantas lisas de plástico. Encoge la punta de los pies, captura el objetivo y dispara. El niño se desintegra junto con la carrocería y las llantas.

¡Qué alivio!, piensa el padre, exhausto de correr tras el endemoniado chamaco.

¡Qué tragedia!, grita la madre, que ya extraña el caramelo en sus mejillas.

Doña Lucha concluye su canción y el niño reaparece tan motorizado como antes.

Don Alfonso vuelve a encoger los pies, fija su mirada en mí. Abre el otro ojo,

el ojo que ve al tren. El tren corre junto a mí, el viento me enreda el pelo.

Don Alfonso ve otro fantasma y Doña Lucha retoma su melodía.

Los viejos me ven pasar, cada día, cargando a los tres: al tren, al mar y al marinero. Pesa su olor amarillo, la mujer tatuada, sus ojos negros…

La canción de Doña Lucha evita que el tren me embista, el mar me azota contra los alcatraces y el marinero toma mi cintura para besarme.

Don Alfonso vuelve a abrir la mirilla, afina la puntería, Doña Lucha aprieta

las arruguitas de sus labios y me quedo lamiendo el pistilo de un alcatraz con sabor a sudor de mar. Mi boca escaldada, sube al autobús.

 

Imagen: allweirdpics

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Reina Maple. Por Ana Paulina Gutierrez. https://www.laquearde.org/2015/02/25/reina-maple-por-ana-paulina-gutierrez/ https://www.laquearde.org/2015/02/25/reina-maple-por-ana-paulina-gutierrez/#respond Wed, 25 Feb 2015 23:32:26 +0000 https://www.laquearde.org/?p=2178 Atravesó el lugar con pasos húmedos y sonoros. Su silueta grande y perfecta quebró el aire viciado y saturado por los cuerpos vaporosos que se congregaban ahí, huyendo de la lluvia. Antes que ella, había un viejo esperando mesa. La pelirroja no lo notó y se adelantó ocupando la única disponible. El mesero la recibió con …

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Atravesó el lugar con pasos húmedos y sonoros. Su silueta grande y perfecta quebró el aire viciado y saturado por los cuerpos vaporosos que se congregaban ahí, huyendo de la lluvia. Antes que ella, había un viejo esperando mesa. La pelirroja no lo notó y se adelantó ocupando la única disponible. El mesero la recibió con una sonrisa tan grande que parecía haberse sacado la lotería. Su primera conquista. ¿O acaso la primera fui yo? La noté desde el momento que puso la primera de sus zapatillas de princesa gitana en el piso enlodado del restaurante. Me perdí en su cabello rojo. Caoba de ensueño, “Pelo de yegua pura sangre”, pensé. Se sentó en un rincón, junto al frigorífico. Apenas y cabía ahí. Recordé el pasaje de Alicia en el país de las maravillas, cuando crece tanto que sus brazos y sus piernas salen por puertas y ventanas. “¡Alicia! ¡Qué hermosa es!”, pensé. El viejo refunfuñó mientras esperaba que otros desocuparan otra mesa. No fue capaz de decir una sola palabra, cedió su turno a Alicia. La odiaba pero no dejaba de mirarla en silencio, con deseo.

Los meseros comenzaron a desfilar a su alrededor, entre risas cómplices y miradas lujuriosas que Alicia ni siquiera notaba. Un proveedor que esperaba el pago en la caja la miraba con los ojos desorbitados. Quería estar dentro de ella. ¡Seguro! Se acercaba como si pudiera penetrarla con la mirada. Ella conversaba con él sin ningún problema, haciendo crecer el deseo del hombre, infinitamente feo y excitado. Por un momento pensé que ella lo notaría y le daría un golpe seco. O quizá se lo comería, abriendo su boca carnosa, anaranjada en color y perfume. Pero no, simplemente se cerró un poco el cierre de la chaqueta y giró hacia el mesero para ordenar. Su voz gitana me atrapó y me llevó volando a los jardines de la Alhambra. Logré sentir los vientos fresquitos de la mañana y el olor a flores. ¿Será andaluza?

Ella se arreglaba el cabello mientras se acomodaba en la silla. Por un instante nuestras miradas se encontraron y me di cuenta que un segundo antes estaba mirándole las tetas. Me avergoncé, pero no pude dejar de mirar. A ella pareció gustarle la idea y se quitó la chaqueta de cuero negra. “¡Pero qué calor!” Eso fue un flechazo de cupido, un arponazo directo al corazón paralizado. Una puñalada a traición. Estaba ahí la mujer de mis sueños. La pelirroja de Grenouille, con esa piel lechosa, con el olor de las flores y la grasa y con esa esencia única en el cabello rojo. En un segundo mi nariz estaba en su nuca, hundida en ese otoño absolutamente acariciable. Mis manos recorrían su espalda, comenzando por los hombros desnudos, solo cubiertos por las pecas que hacían de estrellas en un cielo totalmente blanco, apocalíptico. Trataba de atrapar su aroma con mi boca ansiosa, la nariz no me alcanzaba. Mi lengua descubrió que su piel sabía a miel de maple. ¡Claro! Eso era, un maple, una reina de maple. Me perdí en su cuello, lo llené de besos húmedos y mordidas desesperadas hasta erosionarlo. Mis manos ahora estaban en esas tetas que me habían llamado bajo la blusa de algodón casi transparente. Eran perfectas, un sueño. No pude esperar más y comencé a besarlas, también sabían a maple. Ella me miraba con sus ojos almendrados, y de pronto se convirtió en una vikinga. Tomó mi cabeza entre sus manos y me besó con una suavidad irreal. Parecía conocer mis labios desde hace siglos. Su boca también sabía a maple y a azahares. Movía su cuerpo como agitada por el viento, tirando flores y perfumando el aire a cientos de kilómetros. Me había tomado en sus brazos-ramas y me mecía a su ritmo. Al ritmo de los maples otoñales.

De pronto escuché una voz “¿Arroz o spaguetti?” Me encontré con la cara del mesero sonriente. No se imaginaba la tragedia que había provocado. Él solo hacía su labor. Irrumpió en mi sueño otoñal rompiéndolo en millones de fragmentos irrecuperables. La gitana seguía ahí, junto al frigorífico, con su chaqueta de cuero, sus vaqueros y sus zapatillas de princesa, devorando unos tacos y escurriendo salsa por las comisuras de los labios mientras hablaba de cerquita con el hombre feo de la barra. Se había convertido en un dragón. Ya no era más mi Alicia, ni tampoco la vikinga que me mecía en sus brazos de árbol rojo. Había dejado de ser la reina maple y no volvería a serlo.

 

Imagen: Gladys Fretes

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No Abdicarás. Por David Ledesma Feregrino. https://www.laquearde.org/2015/01/22/no-abdicaras-por-david-ledesma-feregrino/ https://www.laquearde.org/2015/01/22/no-abdicaras-por-david-ledesma-feregrino/#comments Thu, 22 Jan 2015 21:27:30 +0000 https://www.laquearde.org/?p=1968 Para El Güero, porque no habría sido nunca suficiente. El sexo enhiesto de su hombre le rozaba la entrepierna. Aunque nadie pudiera ser de nadie. Aunque los dos hubieran renunciado a ser varones. La lengua del Güero jugueteaba con su arete, mientras sus piernas se entrelazaban para acercar más las cinturas, haciendo palanca. —Tú me …

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Para El Güero,
porque no habría sido nunca suficiente.

El sexo enhiesto de su hombre le rozaba la entrepierna. Aunque nadie pudiera ser de nadie. Aunque los dos hubieran renunciado a ser varones. La lengua del Güero jugueteaba con su arete, mientras sus piernas se entrelazaban para acercar más las cinturas, haciendo palanca.

—Tú me enseñaste a besar suave, —dijo Horacio —antes de ti besaba como bestia.

El Güero sujetaba su hombro con la derecha y el abdomen con la izquierda. Ni siquiera el fermento de las uvas podía disimular la esencia aérea que brotaba de sus labios. Horacio era un fetichista del aliento y sabía distinguir a medio metro el sabor característico de cada uno de los hombres que había amado en la vida. Juan Carlos, Eugenio, y ahora el Güero.

El año de dolor que traía a cuestas se disolvía despacio en sus pieles sublimadas. La madera crujiente, que chocaba con las piernas, difuminaba con cautela el eco original. Y así se borraban tantos no me importas dichos a medias. Cada segundo era una revelación y cada emisión de su garganta era un paso más en dirección al precipicio. Dejar de ser mientras se empezaba a tomar forma. Marchitarse de un brazo, mientras el otro daba la flor.

Se encontraron poco antes, en el café de Don Porfirio. No lo planearon demasiado, no había necesidad. El Universo lo tenía perfectamente agendado. Como un eclipse predecible cientos de años atrás, las órbitas errantes que iban llevando sus vidas hacia caminos casi opuestos tenían para ese instante programada una cita. Cada acción en ese encuentro era inevitable. La vista que lleva a la caricia, los labios que invitan al abismo, la piel que presume nuevas marcas. Una palabra llevó al beso que llevó a la habitación que llevó al Güero a sentarse sobre la cama y arrojar la ropa y a Horacio a trazarse sobre el pecho y con los dedos una rajada del tamaño de su cráneo.

Cuánto calor se habían perdido en esos meses. Cuánta humedad se habían gastado en llanto, pudiéndola ocupar en engrasar sus cuerpos. Pero ya no había razón para pensar en el pasado. Sólo importaba que era lunes, que la sangre le corría como nunca por el alma y que el Güero sería el primer hombre con el que dormiría en el año. El mismo Güero que le había dejado la casa hecha una ruina y que ahora le ofrecía reconstruirlo todo en una noche. Aunque al día siguiente se quedara en el recuerdo y la madrugada lo encontrara masturbándose en pijama. Jodida. Jodida, pero contenta.

* * *

Horacio se recreaba todavía con la imagen del Güero desnudándose en su cama. Habían llegado a las once casi en punto, empapados de ansiedad.

—Éste soy yo después de ti —dijo mientras la Chavela amenazaba con no volver más y lo decía temblando de rabia y con Dios de testigo.

Lo que no recordaba la pecadora era que dos piezas antes había advertido que, inevitablemente, una vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.

La mitad del corcho quedó flotando en la botella de vino rosado. La compraron en el súper, con el carrito en una mano y haciendo un nudo con la otra. Como esa pareja que tanto habían luchado, a veces contra sí mismos, por formar.

Se besaron bajo el amparo de un versito de Celada. Ausencia quiere decir olvido, / decir tinieblas, decir jamás. La Omara lo cantaba como exhibiendo la herida de su pecho. Las aves pueden volver al nido. Les tomó sólo un segundo acostumbrarse nuevamente a la estructura de sus caras. Pero las almas que se han querido, / cuando se alejan, no vuelven más. Los labios tenían casi el sabor que Horacio recordaba. Con otra nota. La de la ausencia.

            Si tantos sueños fueron mentira, / ¿por qué te alejas cuando suspira / tan hondamente mi corazón?
            Decir tinieblas, decir jamás.

Horacio sólo había sabido querer al Güero como un hombre. Solía quitarle todos sus frutos a la tierra y creía que enamorarse era un proceso de conquista. Por eso era tan difícil readaptarse al otro cuerpo sin quererlo dominar. Se colocó primero entre sus piernas y las levantó hasta alcanzar los artejos con su lengua.

—Te quiero dentro —dijo el Güero, y Horacio sintió la caricia de una pluma resbalando por su espalda.

—¿Lo suficiente como para rogar por ello? —. Así habían sido casi siempre, desde que permitieron que un montón de normas se apoderaran de sus actos. Los tomaron tan de golpe y sin aviso. Y así, sin aviso, se convirtieron en ley. A la mexicana, sin debate.

—Podría ponerme de rodillas —. Y así lo habría hecho si a Horacio no lo hubiese vencido la necesidad de penetrarlo.

Las horas que pasaron se mezclaron con las historias del comienzo. Horacio nunca había vivido con tanta pasión dentro del cuerpo como cuando el Güero se hizo su familia. El sexo solía ser la fuente de todas sus batallas; dejándoles a veces tumbados bocarriba, victoriosos, y otras tantas derrumbados por no saber qué hacer con la distancia. Cuántas veces se había dormido Horacio rogando por un beso. Las mismas que había renunciado a la vigilia derramándose en el Güero.

Y así como seguía robándole el gusto al primer re-descubrimiento de la piel, podía también irse saboreando la partida que sucedería a la colisión. Me dejaste, y me dejaste bien dejada. Horacio se acercaba al fuego por una pulsión de vida mezclada con muerte. Aunque supiera de antemano que al día siguiente, solitario, no habría poder alguno que lo levantara de la cama. Y ahora que estoy abandonada supe lo que perdí. Que su único refugio serían las canciones de la Trevi y esa esquina distante, entre el suelo y unos libros. Y la mugre eres tú. Y la mugre eres tú. Y la mugre eres tú.

Los desbordes del pasado se apoderaron de sus mentes. Cada cual defendió su favorita con una breve interpretación. El Güero recordaba con cariño una vez dentro del baño. Se hacía tarde para el trabajo y estaban los dos bajo la ducha.

—Me miraste como diciendo “voy a darte”. Pero no era una pregunta. Estabas seguro. Me lubricaste con jabón y empezaste a penetrarme.

Horacio, en cambio, atesoraba una vez después de una pelea. Quizás porque pensar en el Güero significaba, la mayor parte del tiempo, pensar en el dolor.

—Estábamos enojados. Nos sentamos los dos frente a la computadora a mirar cualquier cosa y de pronto yo puse porno en la pantalla. Me quedé viéndolo quieto y tú tampoco te moviste. Hasta que no pudimos más. Hasta que te reventaba el cuerpo por tocarme.

Los dos coincidían en una vez en la oficina. Se habían quedado solos y estaban apenas conociéndose. Uno miraba los labios del otro cada que se desviaba en el proceso de explicarle cualquier técnica y terminaba en la poesía. Empezaron besándose en el escritorio y terminaron en el baño. El Güero delante de Horacio, inclinado y con los antebrazos en el lavabo. La cintura en las manos morenas, acercándola hacia el pubis. Y la piel que rebota. Y las gotas que caen. Un rostro se desgarra y se pierde en su reflejo. El otro lo seduce dibujando con sus dientes. Los dos explotan al unísono y arrojan sus fuentes como dos vectores superpuestos.

* * *

No hubo palabras esa noche para recordar el sufrimiento. La bestia etílica que había encarnado Horacio en otros tiempos no fue llamada a comparecer. No hubo rastro de sus puños, ni de su llanto, ni de sus alaridos celosos. Horacio la había calmado un año atrás en vasos de agua y de café. La había escondido cerrando los ojos, mirando hacia adentro y empezando a meditar.

Más de un par de veces le vino la nostalgia. Pronto estarían vacíos de toda leche y se quedarían dormidos el uno junto al otro. No habría de doler tanto la mañana como la falta de sol, cuando la sangre se limpiara de la hormona del amor. Entonces no habría lugar para esconderse de la ausencia. El silencio se enterraría como un desarmador en los oídos. Horacio repetiría tres veces, a gritos, lo de me siento tan sola que casi juro que mi ángel me abandonó, un poco antes de entregarse a cualquier calle a caminar hasta que no le quedara en las plantas piel sin llagas y olvidara las barreras entre su existencia y la de un esquizofrénico.

Estaba a punto de elevarse cuando decidió darle la espalda. Como lo hiciera siempre el Güero desde la tarde del lavabo. Él no pudo hacerlo antes, la fuerza que le pedía imponerse para ser querido le impedía también inclinarse y dejar libre su deseo. Pero ya no había nada. Se apoderara o no del territorio, el Güero se iría al próximo vuelo. Y él encarnando a la Fridita. Horacio haciendo a Penélope. Y la Quiela enterrándose una pluma. Diego no es un niño grande, Diego sólo es un hombre que no escribe porque no me quiere y me ha olvidado por completo.

El Güero nunca había penetrado a Horacio. O quizás sí. Pero en todo caso no habrían sido ni el mismo Güero ni el mismo Horacio. Lo habría hecho cuando aún estaban en blanco uno del otro. Desde que la cosa fue adoptando su forma final, y empezaron a compartir departamento, la norma fue que Horacio penetrara. Que Horacio protegiera, que Horacio fuera fuerte, que Horacio lo cuidara de los ataques de pánico en avión aunque él mismo se sintiera a punto de lanzarse entero por cualquier ventana. Los dos alimentaron a ese macho y los dos sufrieron al verlo desbocado.

El Güero forraba con plástico la piel de su falo y sonaban los tambores que antecedían al ritual de sacrificio. La bestia había sido capturada y estaban listos para decirle adiós.

—¿Qué seremos, si no hombres? —preguntó Horacio en su cabeza.
—Personas, quizás —se respondió.

Ya no tocaron la botella y se quedó su contenido casi a medias. Horacio no sería capaz después de derramarla ni de consumirla él solo. Tres semanas adelante seguiría intacta en el buró, convirtiéndose en vinagre.

El sexo enhiesto de su hombre le rozaba la entrepierna. Aunque nadie pudiera ser de nadie. Aunque los dos hubieran renunciado a ser varones. Y así lo decía Horacio, con soltura. Sin tener que emitir siquiera una palabra. Moviendo no más esas caderas y balanceándolas al ritmo de los placeres de su Güero. Horacio se abrió como los débiles, como las almas que se oponen a la ausencia. Y así abdicó, con un orgasmo, al torpe intento de ser hombre.

Todo el ardor del Güero cayó sobre su rostro y él pensó que la vida había valido tanta muerte por ese sólo instante en que creyó haber salido por fin del laberinto.

 

Imagen: Miami Herald, “From ancient to modern, to highlight work of pioneering”. By Wilhelm Von Gloeden

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San Pablo. Por Montserrat Pérez Bonfil. https://www.laquearde.org/2014/12/16/san-pablo-por-montserrat-perez-bonfil-2/ https://www.laquearde.org/2014/12/16/san-pablo-por-montserrat-perez-bonfil-2/#respond Wed, 17 Dec 2014 00:48:53 +0000 https://www.laquearde.org/?p=1579 ¡Aguántate otros cinco minutitos! Celia trataba de impedir que la hinchazón de su vejiga la sacara del catre para sentarla en el excusado. Después de hacer rechinar con vuelta y vuelta los resortes, no le quedó de otra: empujó las cobijas y arrastró los callos hasta el baño. Ya tenía tiempo que el cuerpo de Celia …

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¡Aguántate otros cinco minutitos! Celia trataba de impedir que la hinchazón de su vejiga la sacara del catre para sentarla en el excusado. Después de hacer rechinar con vuelta y vuelta los resortes, no le quedó de otra: empujó las cobijas y arrastró los callos hasta el baño.
Ya tenía tiempo que el cuerpo de Celia había agarrado la maña de despertarla a las cinco con una vejiga hinchada.

Regresó al catre y lo hizo rechinar media hora más. Luego le vino la sed de las seis de la mañana. Se acercó a la hielera; sólo había un cartón de leche y un charco de agua que hasta hace un par de noches formaba un masacote  de hielos. Sacó el cartón. Supo, por su peso, que no le quedaba más que un trago, se lo llevó a la boca y escupió baba blanca de inmediato. Abrió el grifo del lavamanos y dejó correr el agua hasta su garganta: dos, tres buches.
A las siete y media, las tripas de Celia empezaron a chillar. La vieja abrió la hielera y contempló el fondo blanco, el charco. Quitó la ropa que cubría la caja de huevo en la que guardaba la alacena, la abrió:  un paquete apachurrado de galletas. Estiró la envoltura y se vació en la boca las morusas que quedaban. Rascó el cartón, invitando a que de alguna esquina saltase algo más. Revolvió los bolsillos de sus delantales. Ni un triste peso.
El impulso de las tripas pegadas la metió en una inspección cuidadosa de sus tres metros cuadrados atiborrados de tiliches.

Pinche Josefina, hija malagradecida…  Que no quiere verme, que no quiere verme… ¡pinche Josefina!

Movió y aventó cosas de un lado a otro.

Al desatar esa bolsa, el hambre se escondió, se le tapó de recuerdos la garganta: un labial, un vestido rojo, unas medias color humo, unos zapatos de tacón.

Se ajustó el vestido, se paró frente al espejo, se delineó labios y ojos. Subió los callos a los tacones. Su cuerpo no llenó el vestido, pero salió a la calle.

Era domingo, estaba casi vacío. No se veía ni la señora de los tamales ni los vienevienes de la cuadra ni los limpiaparabrisas de la esquina. Siguió el viejo camino.

La Calle de Moneda hacía eco a sus pasos y a la ironía de vivir ahí y no tener ni para un taco. Dobló a la izquierda sobre Correo Mayor. Atravesó calle tras calle la mañana del domingo. Llegó a la calle de San Pablo, dobló a la izquierda. Pasó junto a un par de chicas vestidas como ella pero cincuenta años más jóvenes.

Preguntó a una muchacha que olía a agua de rosas cuál era la tarifa.

– Ciento cincuenta de la cintura para abajo y doscientos todo completo.

Ciento cincuenta… Hasta podría cobrar más caro.

– Gracias.

Acomodó sus tacones en un poste familiar. Si hoy me junto 400… empiezo mi ahorro pa’l retiro. Se rió de sí misma.

A las cuatro de la tarde entró al cuarto 105 del Hotel Torremolinos, seguida por dos muchachos.

¿Quién necesita de los hijos? ¡Pinche Josefina!

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