Para El Güero,
porque no habría sido nunca suficiente.
—Tú me enseñaste a besar suave, —dijo Horacio —antes de ti besaba como bestia.
El Güero sujetaba su hombro con la derecha y el abdomen con la izquierda. Ni siquiera el fermento de las uvas podía disimular la esencia aérea que brotaba de sus labios. Horacio era un fetichista del aliento y sabía distinguir a medio metro el sabor característico de cada uno de los hombres que había amado en la vida. Juan Carlos, Eugenio, y ahora el Güero.
El año de dolor que traía a cuestas se disolvía despacio en sus pieles sublimadas. La madera crujiente, que chocaba con las piernas, difuminaba con cautela el eco original. Y así se borraban tantos no me importas dichos a medias. Cada segundo era una revelación y cada emisión de su garganta era un paso más en dirección al precipicio. Dejar de ser mientras se empezaba a tomar forma. Marchitarse de un brazo, mientras el otro daba la flor.
Se encontraron poco antes, en el café de Don Porfirio. No lo planearon demasiado, no había necesidad. El Universo lo tenía perfectamente agendado. Como un eclipse predecible cientos de años atrás, las órbitas errantes que iban llevando sus vidas hacia caminos casi opuestos tenían para ese instante programada una cita. Cada acción en ese encuentro era inevitable. La vista que lleva a la caricia, los labios que invitan al abismo, la piel que presume nuevas marcas. Una palabra llevó al beso que llevó a la habitación que llevó al Güero a sentarse sobre la cama y arrojar la ropa y a Horacio a trazarse sobre el pecho y con los dedos una rajada del tamaño de su cráneo.
Cuánto calor se habían perdido en esos meses. Cuánta humedad se habían gastado en llanto, pudiéndola ocupar en engrasar sus cuerpos. Pero ya no había razón para pensar en el pasado. Sólo importaba que era lunes, que la sangre le corría como nunca por el alma y que el Güero sería el primer hombre con el que dormiría en el año. El mismo Güero que le había dejado la casa hecha una ruina y que ahora le ofrecía reconstruirlo todo en una noche. Aunque al día siguiente se quedara en el recuerdo y la madrugada lo encontrara masturbándose en pijama. Jodida. Jodida, pero contenta.
* * *
Horacio se recreaba todavía con la imagen del Güero desnudándose en su cama. Habían llegado a las once casi en punto, empapados de ansiedad.
—Éste soy yo después de ti —dijo mientras la Chavela amenazaba con no volver más y lo decía temblando de rabia y con Dios de testigo.
Lo que no recordaba la pecadora era que dos piezas antes había advertido que, inevitablemente, una vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.
La mitad del corcho quedó flotando en la botella de vino rosado. La compraron en el súper, con el carrito en una mano y haciendo un nudo con la otra. Como esa pareja que tanto habían luchado, a veces contra sí mismos, por formar.
Se besaron bajo el amparo de un versito de Celada. Ausencia quiere decir olvido, / decir tinieblas, decir jamás. La Omara lo cantaba como exhibiendo la herida de su pecho. Las aves pueden volver al nido. Les tomó sólo un segundo acostumbrarse nuevamente a la estructura de sus caras. Pero las almas que se han querido, / cuando se alejan, no vuelven más. Los labios tenían casi el sabor que Horacio recordaba. Con otra nota. La de la ausencia.
Si tantos sueños fueron mentira, / ¿por qué te alejas cuando suspira / tan hondamente mi corazón?
Decir tinieblas, decir jamás.
Horacio sólo había sabido querer al Güero como un hombre. Solía quitarle todos sus frutos a la tierra y creía que enamorarse era un proceso de conquista. Por eso era tan difícil readaptarse al otro cuerpo sin quererlo dominar. Se colocó primero entre sus piernas y las levantó hasta alcanzar los artejos con su lengua.
—Te quiero dentro —dijo el Güero, y Horacio sintió la caricia de una pluma resbalando por su espalda.
—¿Lo suficiente como para rogar por ello? —. Así habían sido casi siempre, desde que permitieron que un montón de normas se apoderaran de sus actos. Los tomaron tan de golpe y sin aviso. Y así, sin aviso, se convirtieron en ley. A la mexicana, sin debate.
—Podría ponerme de rodillas —. Y así lo habría hecho si a Horacio no lo hubiese vencido la necesidad de penetrarlo.
Las horas que pasaron se mezclaron con las historias del comienzo. Horacio nunca había vivido con tanta pasión dentro del cuerpo como cuando el Güero se hizo su familia. El sexo solía ser la fuente de todas sus batallas; dejándoles a veces tumbados bocarriba, victoriosos, y otras tantas derrumbados por no saber qué hacer con la distancia. Cuántas veces se había dormido Horacio rogando por un beso. Las mismas que había renunciado a la vigilia derramándose en el Güero.
Y así como seguía robándole el gusto al primer re-descubrimiento de la piel, podía también irse saboreando la partida que sucedería a la colisión. Me dejaste, y me dejaste bien dejada. Horacio se acercaba al fuego por una pulsión de vida mezclada con muerte. Aunque supiera de antemano que al día siguiente, solitario, no habría poder alguno que lo levantara de la cama. Y ahora que estoy abandonada supe lo que perdí. Que su único refugio serían las canciones de la Trevi y esa esquina distante, entre el suelo y unos libros. Y la mugre eres tú. Y la mugre eres tú. Y la mugre eres tú.
Los desbordes del pasado se apoderaron de sus mentes. Cada cual defendió su favorita con una breve interpretación. El Güero recordaba con cariño una vez dentro del baño. Se hacía tarde para el trabajo y estaban los dos bajo la ducha.
—Me miraste como diciendo “voy a darte”. Pero no era una pregunta. Estabas seguro. Me lubricaste con jabón y empezaste a penetrarme.
Horacio, en cambio, atesoraba una vez después de una pelea. Quizás porque pensar en el Güero significaba, la mayor parte del tiempo, pensar en el dolor.
—Estábamos enojados. Nos sentamos los dos frente a la computadora a mirar cualquier cosa y de pronto yo puse porno en la pantalla. Me quedé viéndolo quieto y tú tampoco te moviste. Hasta que no pudimos más. Hasta que te reventaba el cuerpo por tocarme.
Los dos coincidían en una vez en la oficina. Se habían quedado solos y estaban apenas conociéndose. Uno miraba los labios del otro cada que se desviaba en el proceso de explicarle cualquier técnica y terminaba en la poesía. Empezaron besándose en el escritorio y terminaron en el baño. El Güero delante de Horacio, inclinado y con los antebrazos en el lavabo. La cintura en las manos morenas, acercándola hacia el pubis. Y la piel que rebota. Y las gotas que caen. Un rostro se desgarra y se pierde en su reflejo. El otro lo seduce dibujando con sus dientes. Los dos explotan al unísono y arrojan sus fuentes como dos vectores superpuestos.
* * *
No hubo palabras esa noche para recordar el sufrimiento. La bestia etílica que había encarnado Horacio en otros tiempos no fue llamada a comparecer. No hubo rastro de sus puños, ni de su llanto, ni de sus alaridos celosos. Horacio la había calmado un año atrás en vasos de agua y de café. La había escondido cerrando los ojos, mirando hacia adentro y empezando a meditar.
Más de un par de veces le vino la nostalgia. Pronto estarían vacíos de toda leche y se quedarían dormidos el uno junto al otro. No habría de doler tanto la mañana como la falta de sol, cuando la sangre se limpiara de la hormona del amor. Entonces no habría lugar para esconderse de la ausencia. El silencio se enterraría como un desarmador en los oídos. Horacio repetiría tres veces, a gritos, lo de me siento tan sola que casi juro que mi ángel me abandonó, un poco antes de entregarse a cualquier calle a caminar hasta que no le quedara en las plantas piel sin llagas y olvidara las barreras entre su existencia y la de un esquizofrénico.
Estaba a punto de elevarse cuando decidió darle la espalda. Como lo hiciera siempre el Güero desde la tarde del lavabo. Él no pudo hacerlo antes, la fuerza que le pedía imponerse para ser querido le impedía también inclinarse y dejar libre su deseo. Pero ya no había nada. Se apoderara o no del territorio, el Güero se iría al próximo vuelo. Y él encarnando a la Fridita. Horacio haciendo a Penélope. Y la Quiela enterrándose una pluma. Diego no es un niño grande, Diego sólo es un hombre que no escribe porque no me quiere y me ha olvidado por completo.
El Güero nunca había penetrado a Horacio. O quizás sí. Pero en todo caso no habrían sido ni el mismo Güero ni el mismo Horacio. Lo habría hecho cuando aún estaban en blanco uno del otro. Desde que la cosa fue adoptando su forma final, y empezaron a compartir departamento, la norma fue que Horacio penetrara. Que Horacio protegiera, que Horacio fuera fuerte, que Horacio lo cuidara de los ataques de pánico en avión aunque él mismo se sintiera a punto de lanzarse entero por cualquier ventana. Los dos alimentaron a ese macho y los dos sufrieron al verlo desbocado.
El Güero forraba con plástico la piel de su falo y sonaban los tambores que antecedían al ritual de sacrificio. La bestia había sido capturada y estaban listos para decirle adiós.
—¿Qué seremos, si no hombres? —preguntó Horacio en su cabeza.
—Personas, quizás —se respondió.
Ya no tocaron la botella y se quedó su contenido casi a medias. Horacio no sería capaz después de derramarla ni de consumirla él solo. Tres semanas adelante seguiría intacta en el buró, convirtiéndose en vinagre.
El sexo enhiesto de su hombre le rozaba la entrepierna. Aunque nadie pudiera ser de nadie. Aunque los dos hubieran renunciado a ser varones. Y así lo decía Horacio, con soltura. Sin tener que emitir siquiera una palabra. Moviendo no más esas caderas y balanceándolas al ritmo de los placeres de su Güero. Horacio se abrió como los débiles, como las almas que se oponen a la ausencia. Y así abdicó, con un orgasmo, al torpe intento de ser hombre.
Todo el ardor del Güero cayó sobre su rostro y él pensó que la vida había valido tanta muerte por ese sólo instante en que creyó haber salido por fin del laberinto.
Imagen: Miami Herald, “From ancient to modern, to highlight work of pioneering”. By Wilhelm Von Gloeden
Siempre las historias, encontrándose en tu vida y que mejor esperar el día en que sea escrita la tuya. Felicidades.