Hace unas semanas visité una librería. Afuera del establecimiento había mesas con montones de libros viejos en remate, entre los cuales me encontré con uno cuyo título de inmediato llamó mi atención: “La educación de la mujer en la Nueva España”. Quienes nos hemos encontrado con el feminismo podríamos tener claro – o al menos yo lo tengo – que nada puede darse por hecho, por natural, por dado, ya que una de las primeras lecciones que nos brinda esta postura ética y política es cuestionarlo todo, porque no hay conocimiento humano que no sea una construcción social y por lo tanto susceptible de ser desmenuzado y transformado.
Me parece que la manera en que nos movemos en el mundo tiene sus raíces en la formación que hemos recibido desde diversas fuentes. Nuestro andar por la vida refleja las determinaciones sociales que nos han constituido como personas. Así, pienso que la educación, la nacionalidad, la identidad de género, el color de piel, el sexo, el estatus socioeconómico, las amistades, el acceso a la información y a la tecnología, entre otras, son variables que se intersectan entre sí, colocándonos en posiciones de ventaja o desventaja con respecto al resto de las personas.
En este sentido, me pareció interesante tener en mis manos este pequeño compilado de cartas, poemas, sermones dominicales y otros textos de mediados del siglo XVI hasta el primer cuarto del siglo XIX, que dan cuenta del pensamiento que difundían desde sus distintos espacios de poder las figuras “emblemáticas” del momento, cuyas disertaciones sobre el “papel de la mujer” en la sociedad, y por lo tanto sobre la forma en que debían ser educadas para cumplirlo a cabalidad, permeaban tanto en los espacios intelectuales como en los interpersonales.
El contenido de los textos es una apología de supuestos que legitiman la superioridad masculina y conciben a las mujeres como seres incapaces de tomar las mejores decisiones, incluso sobre sí mismas, por lo que recomiendan que estén siempre bajo la tutela de un hombre, ya sea el marido, el padre o los hermanos. A pesar de provenir de diversos autores, los escritos consideran a las mujeres como seres con un pensamiento volátil y visceral, motivo por el cual también aconsejan no desperdiciar en ellas los oficios de la lectura y la educación, a menos que éstos estén centrados en cómo perfeccionar su papel de madres, esposas y administradoras del hogar.
Entre todas estas lecciones, por supuesto, no faltan las recomendaciones sobre cómo deben lucir y dirigirse en sociedad las mujeres: “bellas e impecables y siempre buscar ser virtuosas”, en el entendido del paradigma pedagógico de Rousseau, donde Sofía, como representación de todas las mujeres, encarna a una mujer sensible, sobria, abnegada, paciente y tolerante que controla sus deseos sexuales y vive atenta a las necesidades de los hombres. La consigna principal es callar y obedecer al marido, al padre y a los hermanos. En cambio, ellos daban azotes o reprimendas a las mujeres si así lo consideraban necesario.
Me parece interesante el análisis de este libro atroz como un recurso que permita situar el largo proceso de transmisión y reproducción por el que han atravesado estos discursos antiquísimos que, al día de hoy, siguen filtrándose en nuestras interacciones cotidianas. Es precisamente en el tema de la educación y el establecimiento de los roles de género que existe la creencia incuestionable de que esto así ha sido desde el origen mítico de las estructuras sociales (cualquiera que éste sea). En consecuencia, se asume como normal que los hombres con los que nos vinculamos decidan lo que es mejor para nosotras, que las mujeres sólo estudiemos mientras nos casamos y tenemos hijas o hijos (si es que nuestras variables socioculturales nos posibilitaron el acceso a algún nivel de educación formal) y que se justifique la violencia de género de manera irrefutable.
A la par de esta lectura histórica, justo en este mismo espacio de La que Arde me encontré con un análisis de Nadia Rosso sobre el heteropatriarcado y la postura política definida como lesboterrorismo. En mi cerebro retumbó una de sus preguntas “¿por qué querríamos insistir en relacionarnos con hombres que están construidos para ser violentos?”. De inmediato me remití a mi práctica profesional y a los casos que llegan a consulta psicoterapéutica, y me vienen como “flashazos” que reafirman la premisa de que la violencia de género no es una cosa lejana que le sucede a las otras, a esas otras que para las noticias, las redes sociales o las instituciones gubernamentales se convierten en una estadística más, en un espectro (sin rostro, sin nombre y a veces hasta sin historia) que desaparece del “trending topic”, como: las mujeres asesinadas de Cd. Juárez o Ecatepec, las mujeres violadas de Veracruz o las “mochileras” de Argentina. No, la violencia de género la vivimos todas de manera cercana, precisamente con los hombres con quienes nos relacionamos en el día a día, porque no sólo son los hombres desconocidos y efímeros en nuestra vida los que nos violentan, también lo hacen nuestros padres, familiares, compañeros de escuela o trabajo, maestros, parejas y amigos, y lo hacen porque pueden hacerlo, porque tienen un cobijo social que no cuestiona sus prácticas sino que centra la responsabilidad y las críticas en la mujeres.
Las estadísticas sobre violencia de género en México reportan 7 feminicidios al día, de los cuales en el 68% existía un parentesco con el homicida, según un estudio del Centro de Estudios para el Adelanto de las Mujeres y la Equidad de Género de la Cámara de Diputados. Por otro lado, recientemente se presentó el Diagnóstico Nacional de Atención a Víctimas de Violencia Sexual en México, que reporta que 9 de cada 10 agresiones son cometidas por hombres y el 60% de las agresiones sucede en el hogar de las víctimas.
Este panorama me llena de rabia e indignación, y la reflexión que resuena en mi cabeza es que efectivamente, relacionarnos con hombres nos pone en una situación de riesgo constante, que nos obliga a tomar acciones organizativas en defensa de la vida de las mujeres.
En una asamblea popular en Chapultepec – en la cual participé con la colectiva Tomando las Calles – sobre el acoso sexual callejero, las participaciones de parte del público fueron casi nulas, pero recuerdo claramente que después de que compartimos las cifras citadas arriba, un hombre del público tomó el micrófono y nos cuestionó respecto a qué tanto conocimiento teníamos nosotras sobre el porcentaje de hombres que como él no violentaba a las mujeres. Mi coraje e indignación ante su pregunta se hizo evidente ¿por qué nos preguntaba eso? ¿Para defender el argumento de que no todos los hombres violentan? ¿De qué nos sirve eso cuando estamos viendo en un diagnóstico nacional niveles altísimos de agresión sexual contra las mujeres que parece no ser importante? ¿De qué manera contribuye a la seguridad de las mujeres que un porcentaje mínimo de hombres “no violenten” si no veo grupos de hombres no sólo cuestionándose sus privilegios sino transformando un mundo jodido en donde las mujeres vivimos en un constante riesgo de ser violentadas o morir a mano de cualquiera de ellos?
¿Cómo explicar que tan solo esta semana asesoré cinco casos de violencia? Una violación perpetrada por el “amigo”; un feminicidio a manos de la pareja; violencia doméstica ejercida por el esposo/padre; hostigamiento sexual por el compañero de trabajo y bullying a una niña de parte de dos de sus compañeros de seis años. Estos no son casos aislados, ajenos o lejanos, son la constante en la vida de las mujeres en México. Tengo claro que cualquier hombre puede decidir violentar a una mujer y que éste tiene nombre, rostro y apellido.
El asunto es que hay una construcción social de hombres violentos. Si estamos en el entendido de que se les construye para ser los fuertes, los que dominan, los que deciden y, en consecuencia, tienen la anuencia de corregir a las mujeres a través de la violencia, ¿por qué relacionarnos con ellos? La pregunta de facto no es un llamamiento a dejar de vincularnos con los hombres, sino cuestionar los constructos que legitiman las relaciones de dominación/sumisión en todo ámbito.
No sólo es responsabilidad de las mujeres cuestionar si nos queremos seguir relacionando con hombres violentos, tendría también que cuestionarse a nivel social la magnitud del problema, del por qué los hombres violentan; por qué hay una legitimación social a través de discursos y conductas que centran la mirada y la responsabilidad en la mujer; por qué tantos hombres violentan a las mujeres de formas tan diversas, que van desde el acoso hasta el feminicidio; por qué como sociedad no se exigen cuentas a los hombres sobre este problema social; por qué la impunidad prevalece en los casos de violencia de género y por qué todo el tiempo se lanza la responsabilidad a las mujeres, a que sean ellas las que deben prevenir ser violentadas, acosadas, violadas y/o asesinadas.
Dentro de las prácticas feministas hemos comprobado que romper el mito de la rivalidad entre mujeres es un factor de protección, donde generar vínculos entre nosotras a través de redes de apoyo, de autocuidado y autodefensa nos posibilita sentirnos respaldadas y en confianza para cuestionar todo aquello que nos han dicho que así debía ser, para reconstruirnos, organizarnos y exigir una transformación social que dignifique nuestras vidas y nuestras relaciones.
Anabel Jiménez Ramos. Terapeuta feminista y activista que ha participado en diversos movimientos sociales desde hace 11 años. Su práctica profesional y su activismo la han llevado a formarse y especializarse en temas de violencia de género, acoso sexual callejero, identidad de género, sexualidad y derechos humanos. Actualmente da consulta particular y en sus tiempos libres le gusta mucho leer, danzar y andar en movimiento constante.
Colaboradora de Balance, organización feminista progresista que actúa a nivel local, regional y global para construir alternativas de vida en torno a las sexualidades libres y placenteras, transformando las políticas públicas en salud y sexualidad para que se aborde efectivamente la injusticia, confiando en el poder que tienen las mujeres y jóvenes para mejorar sus condiciones de vida.
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